Aquí y ahora
Todo tiempo pasado fue mejor, escribió Jorge Manrique en coplas inmortales que suelen citarse cuando se quiere elogiar el pasado por sobre el presente aborrecible para muchos. Se trata de un hábito del pensamiento que bien haríamos en observar con detenimiento para evitar juicios apresurados sobre el aquí y el ahora, dimensiones de las que no podemos escapar, aunque queramos hacerlo, so pena de complicar nuestras relaciones con el mundo y, eso sí, comprometer el futuro propio.
No se trata de alarmar a nadie; solo quiero llamar la atención sobre la idealización del pasado como un territorio idílico donde (o cuando, debería decir) los problemas eran menos complejos, sin los múltiples factores que hoy vuelven insostenibles las soluciones de ayer: “El pasado es un país extraño, todo lo hacen diferente ahí”, concluye Scott Joplin en el epígrafe de Ragtime (1975), la extraordinaria novela de E. L. Doctorow. Creer que antes todo era mejor que ahora simplemente nos sirve para consolarnos ante la angustia del ominoso presente, esa angustia que expresó Quino en voz de su personaje femenino Mafalda, al grito «¡Paren el mundo que me quiero bajar!».
Comprendámoslo: no hay mejor lugar que el hic et nunc de los latinos, sobre todo en estos tiempos en que muchos no ven la salida a sus conflictos y preferirían estar en otra parte, menos en el presente. Los problemas deben afrontarse, aunque no siempre contemos con las mejores condiciones para hacerlo; por fortuna, no estamos solos en el mundo.
El presente, cierto, a veces está sobrevalorado por el inconsciente colectivo, pero eso se debe a que es el único tiempo tangible y sobre el cual nuestra persona (es decir, la suma de materialidad, pensamiento y emociones que configuran nuestra identidad) ocupa un espacio singular del que podemos tener conciencia, certeza y, por qué no, futuro. El mañana será posible si habitamos el presente, pero sobre todo, si aceptamos vivir en él a plenitud. Esta es la clave, desde mi parecer.
Los apuntes de nuestra identidad regados en todas partes de este tiempo hablan de lo que somos ahora a partir de lo que fuimos, lo mismo que diremos mañana. El tiempo es, pues, una espiral de realizaciones y potencialidades que al cabo habremos de vivir, de ahí que esa angustia a la que me referí antes sea solo un síntoma de nuestra falta de comprensión de esta ancestral convención con que dividimos el tiempo en segmentos medibles y controlables: las horas, los días, los siglos. Si nos fijamos, siempre ha sido así, de modo que no hay que tomarse tan en serio eso del pasado como el foreign country de Joplin. El escritor Jorge Luis Borges nos lo dijo innumerables veces, hasta el punto en que empezó a ironizar sobre ello en sus cuentos primero y luego en sus conferencias: «soy yo, soy Borges», escribió el narrador de su personaje, escrito por Borges, en «El Aleph»: la paradoja del tiempo que no termina y que, más bien, es una entidad no segmentada que nos observa, divertida, aquí y ahora.
Artículo publicado en el diario Milenio Estado de México.