El silencio ante la obra de arte
Situémonos frente a una obra de arte, sea ésta de música, escultura, danza, pintura, instalación, performance u obra literaria. El término genérico de ‘arte’ es útil para el momento.
Sus rasgos de estilo, sus cualidades estéticas, las características deas, el contenido todo… cualquiera de esas características toca una fibra interior de nuestro ser que nos hace identificarnos, o rechazar incluso, esa obra, antes que comprender con la razón o la inteligencia a qué se debe esa reacción. Pura intuición aflora en ese momento sagrado, en el que no hay conceptos, solo significados primarios e instintos en acción.
Después viene, desde luego, la comprensión intelectual, el orden de nuestras experiencias y conocimientos para darle a esa reacción un sitio en el cuerpo de nuestra conciencia. Entonces podemos hablar, opinar, juzgar. Pero aquella primera impresión quedará como una huella estética indeleble del arte en cada uno.
De ahí que no se necesite erudición para gustar de arte más elevado.
El gran filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844–1900) se refirió a ese momento de fruición estética de la siguiente forma:
«El silencio en que caemos ante lo bello es un profundo esperar, un querer oír las más finas y lejanas tonalidades; nos conducimos como una persona que fuera todo oídos y ojos; la belleza tiene algo que decirnos, por eso guardamos silencio y no pensamos en lo que en otra ocasión pensaríamos. Por consiguiente, nuestro silencio, nuestra expectación, nuestra paciencia, es una preparación y nada más. Esto es lo que sucede en toda “contemplación”». «Ecce homo» (1888)
El silencio de quien escucha. Ese silencio es quizás una manera de comprender que ante la magnificencia de la obra de arte, lo más prudente, o quizás lo único posible, es escuchar y observar, aguzar los sentidos para entender el significado primigenio de la obra frente a nosotros.
Hay quienes consideran intraducible a palabras ese significado. El escritor Jorge Luis Borges (1899–1986) lo definió de una manera entrañable en su relato «El fin»: “Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como la música…” «Nueva antología personal» (1968).
Intraducible por imposibilidad o por elección, el primer instante del arte en contacto con cada una de las personas es un momento inefable para la razón, que todo viene a ordenar. Ese instante puede durar mucho tiempo, o viceversa: «Le preguntó Alicia al conejo blanco “¿Cuánto es para siempre?” y éste le contestó: “A veces, solo un segundo”» («Alicia en el país de las maravillas», 1865).