Hojas de otoño sobre Enrique Villada
Remembranza de un artista mexiquense
Han pasado quizás 22 años desde que conocí a Enrique Villada (1964). Entonces, un grupo de estudiantes hacíamos en el Estado de México un suplemento cultural semanal para el diario regional El Rumbo, denominado “Mapa de Piratas”, que tuvo singular fortuna: en su primera época, se truncó en el número 36, porque el Consejo Directivo cerró el periódico — aún recuerdo la cara de decepción de Luis Alberto Rodríguez, director del diario, al anunciarnos, con embriagada sorna, el súbito cierre del rotativo — y una segunda época, en El Sol de Toluca, que duró apenas 33 números — murió con la edad de Cristo — , hasta que un día el flamante director, don Rafael Vilchis, se levantó de su silla y estiró su brazo para indicarme la salida. (Claro, de eso ya he hablado con don Rafa, y ambos lo recordamos con crítica distancia…)
Bueno, eso pasó. Pero lo importante fue que conocí a muchos que hoy son mis amigos, en esa rara combinación de afecto que mezcla el silencio, la distancia y el desinterés con la alegría, la identificación y la ironía para ver el mundo. Ahí estábamos Alberto Chimal, Arturo Cáceres, José Luis Vera, Silvia Palma, Gabriela Villicaña, Elisenda Domínguez, Juan Ramón Mercado, Antonio Cajero, Celene García Ávila, y muchos más que periféricamente nos apoyaban con sus ideas, sus textos, como Enrique Villada.
Su esencial característica era su silencio. Y veo con admiración que sigue siendo un hombre callado. Sé que ha encontrado en el camino a mucha gente que lo guía, como entonces lo guiaban sus poetas. Álvaro Mutis, uno de los más cercanos. Hoy puedo decir que es un hombre de letras, entregado a la literatura como a la vida misma.
Yo leí su primer libro, Estuario luminoso, publicado en 1985, con asombrado gesto. Supuse, y hoy confirmo que no me equivoqué, que estaba frente a un verdadero poeta. Entonces lo seguí. De pronto, hacia las siete de la mañana de un domingo, a un costado del Palacio de Gobierno en Toluca, Estado de México, me veo abogando por él con un agente de seguridad municipal, que nos exigía una identificación, so pena de llevarnos a la delegación de Policía.
Luego lo veo redactando un poema a un amor imposible, mientras se empina la última gota de la crema de menta de mi madre. En otra ocasión, lo veo acercarse a mí para regalarme un delicado dibujo dedicado a mi persona, en memoria del desaparecido “Mapa de Piratas”, con un abrazo fuerte y con una promesa de no regresar jamás a la ciudad de Toluca.
Aquí y allá, la mayoría de las veces penando — o esa impresión tengo — , en Enrique Villada se fue forjando un poeta romántico, que vivía la dolorosa poesía y anudaba el cordel de sus zapatos con una inmensa soledad a cuestas.
Yo no creía que eso durara mucho tiempo.
Sin embargo, cuando leí su imprescindible cuento Whitman, el árbol, me di cuenta de que Enrique Villada había logrado la congruencia: su tan sonado decir de poeta se había compaginado con su vida. Si algo podemos aprender los mortales de los grandes poetas es a través de su palabra: el caso de Enrique Villada lo confirma.
Sus poemas hacen grandes olas, basados en un ritmo infatigable:
las raíces de un tigre sigiloso
abrevan en arroyos de obsidiana
fosforece en la noche como el rayo
la reverberación de su mirada
viene de legiones extensas
como el silencio
o la memoria
de inmemoriales sombras
llega a poblar el verde mirto
los racimos de sol y de rocío
llega a reír inunda mis caminos
y mis venas amarra de corales
arrebata mis hojas y mis ramas
mi guitarra de trigo y arrozales
encuentro al tigre hasta en el sueño
sangra en la cerviz el ciervo del agua
Así es Enrique Villada, un tigre. Hoy lo recuerdo porque es un gran poeta que merece celebrarse con la lectura de su obra, disponible en el Centro Toluqueño de Escritores y en el Instituto Mexiquense de Cultura. Enrique Villada estudió Letras Españolas en la Universidad Autónoma del Estado de México. Fue becario de la tercera generación del Centro Toluqueño de Escritores. Es autor de los libros de poemas Estuario luminoso; Palabras para un viaje, mención honorífica en el Segundo Concurso Interamericano de Poesía, Navachiste 1994; Hojas de octubre; Castillos de luz y Abecedario. Obtuvo mención honorífica en el premio Nacional de Poesía para Niñas y Niños “Narciso Mendoza” 2000, con un libro en homenaje a Vincent Van Gogh. Es también autor de los libros: Ensayo de mi dulce gozo (ensayo) y Whitman el árbol (cuento). Ha publicado poemas en las revistas Blanco Móvil, Revista de la Universidad de México, La Colmena (Revista de la UAEMex), La Grapa, La Troje y Castálida. Tiene poemas incluidos en las antologías: Literatura del Estado de México, cinco siglos. 1400–1900 (Tomo 1); Poetas de Tierra Adentro (Tomo 3); Aves nocturnas, diecinueve escritores del Valle de Toluca; No hay límite: Tunastral 1964–1995, La sombra de la palabra, entre otras. Obtuvo el Premio de Poesía Nezahualcóyotl 2002, entre otros méritos reconocidos. Imparte talleres literarios y es profesor de literatura en el Oriente del Estado de México. Es un hombre muy querido entre sus alumnos y la comunidad donde reside.
El escritor Eduardo Cerecedo hizo una entrevista con el poeta en junio de 2018, que se publicó en la página de Facebook de San Miguel Almaya el 18 de junio de ese año.