Odio y dolor
Nadie está exento de sentir dolor. Sus fuentes son múltiples: la enfermedad, la agresión, la pérdida… y sus efectos recaen solo sobre la persona doliente, excepto cuando provienen del odio. Infligir dolor a una persona por odio tiene consecuencias devastadoras para las sociedades. Trataré de explicar por qué, especialmente para entender el comportamiento de los crímenes contra las mujeres, a partir del extraordinario estudio de Sara Ahmed sobre “La política cultural de las emociones” (UNAM, Programa Universitario de Estudios de Género, 2015).
El odio es la “antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea”, define de manera sucinta el Diccionario de la Lengua Española. Desde la perspectiva de los estudios culturales, el odio es un vínculo negativo con otro que uno desea expulsar y que se sostiene expulsándolo realmente de la proximidad corporal y social.
El procedimiento del odio es simple: se elige intencionalmente un cuerpo o una propiedad a dañar o afectar “debido a la raza, color, discapacidad, religión, orientación sexual, origen nacional o ascendencia de esa persona o de quien posee u ocupa la propiedad” (p. 95). Se elige odiar aquello que representa a un grupo, no sólo a una persona por sí misma. Esa interpretación es fundamental para entender los feminicidios: no se asesina a una persona, se asesina el marco de valores y principios del género; lo que está en juego en un crimen es la percepción de un grupo en el cuerpo de una persona.
Habría que reiterar esto a los juristas cuando analizan un crimen de odio: la elección de asesinar a una mujer es una causa de la discriminación de género, no sólo un efecto de ésta, pues en cada caso prevalece la materialización de un juicio de valor sobre el grupo al que pertenece la víctima: se trata de imponer una agresión a la víctima forzándola a adquirir una identidad grupal subvaluada.
De esto hablan las mujeres cuando exigen vivir sin miedo a transitar solas por las calles, o a vestirse y actuar con libertad en ambientes masculinos. El miedo es un potenciador del dolor, al mismo tiempo que es su huella: las mujeres y las niñas que fueron violentadas pueden atestiguarlo; de ahí que sea relevante entender clínicamente el dolor de una persona como expresión del dolor en un grupo social.
Esa noción del dolor colectivo contribuye a entender el dolor individual, pero sobre todo nos alerta sobre el interés social por saber dónde se infligió la herida (el llamado “morbo” de ver fotografías de cadáveres recientes o declaraciones de asesinos confesos), mecanismo que subraya la identificación con el grupo victimizado a través del dolor, esa sensación molesta y aflictiva, ese sentimiento de pena y congoja que condiciona la realización plena de uno y de todos.