Testimonio de una amistad
Carlos Olvera dedica un poema a su interlocutor
Carlos Olvera (1940–2013) fue mi amigo no desde mucho tiempo antes de su partida. Aunque vivíamos en la misma ciudad, nuestra diferencia de edades no nos había permitido coincidir. Yo admiraba su trabajo como narrador, que le dio reconocimiento nacional e internacional, pero poco sabía de su trayectoria como promotor cultural, director de escena, escritor de teatro y formador de nuevas generaciones de actores y dramaturgos, en parte porque él afianzó ese prestigio antes de que yo naciera, y en parte por mi desinterés en la historia de las manifestaciones artísticas de la ciudad de Toluca antes de 1990.
Mi verdadero encuentro con su persona se produjo en 2006, cuando por menos de dos años trabajé en las oficinas del Instituto Mexiquense de Cultura, en el Centro Cultural Mexiquense, en Toluca, Estado de México. No sólo descubrimos nuestras coincidencias, que fueron muchas en distintos ámbitos del arte y el conocimiento humano, sino que también fue un apoyo invaluable en la ejecución de mi responsabilidad pública: estando él ocupado en dirigir el Museo de Arte Moderno, se dio tiempo para aconsejarme en distintos temas.
La mañana del 15 de diciembre de 2010, llamé al maestro Olvera para comunicarle la noticia de la muerte de la querida actriz y editora Virginia Aguirre Escamilla, por quien nos unía un afecto común. Lo lamentó muchísimo, pues habían trabajado juntos en la puesta en escena de El Divino Narciso, de Juana Inés de la Cruz, en 1990, además de que ambos eran gente de teatro.
En esa misma llamada, el maestro Olvera me propuso que conversáramos en torno de su propia vida, en un diálogo que enriqueciese la amistad que cultivábamos poco a poco y que le permitiera lograr perspectiva respecto de sus propios temas vitales: la vida cotidiana, la ciudad, la literatura y el arte, la vida misma.
Su proposición me hizo sonrojar. Para mí significaba la oportunidad no sólo de ahondar en la vida de Carlos Olvera, transida de momentos relacionados con la creación literaria, de innegable interés público, sino de conocer parte de la historia viva del teatro en la ciudad de Toluca, una historia que no ha sido escrita todavía.
Comenzamos esas pláticas medio año después, una vez que su esposa Patricia Maawad había concluido con dedicada concentración un nuevo espacio para esta aventura que, tanto para él como para mí, era inédita. Comenzamos a charlar; primero, como intercambian puntos de vista un reportero y su entrevistado: mi habilidad para las entrevistas de semblanza era mi principal apuesta, ya que la había cultivado algunos años antes para el semanario local de Esteban Rivera, pero la experiencia nos duró pocas sesiones. Cambiamos la mecánica, pues él no quiso que grabáramos nada: aducía que el pequeño artefacto digital era una presencia que lo distraía. Cambiamos la forma de charlar, volvimos a cambiarla una y otra vez a lo largo del tiempo que conversamos, la mayoría de las veces en su casa, las últimas, en el museo de donde fue director los últimos 12 años de su vida.
En esas conversaciones, Carlos Olvera se reveló como el ser humano generoso y cálido que siempre fue conmigo, consciente de sus limitaciones e intereses, calculado prosista heredero de grandes narradores, marcado por sus pasiones: el habla española, la lengua francesa y el idioma inglés; el infalible conquistador de las mujeres de su juventud, hasta que llegó a la mujer que lo conquistó a él hasta el último de sus días…
En esas horas que parecían sólo minutos, constaté su gran admiración por la literatura de ciencia–ficción —Ray Bradbury y Frank Herbert, en particular — , el cine de Federico Fellini, la nariz de Monica Vitti, su fidelidad al genio creador de Leopoldo Flores, su interminable gratitud por Emmanuel Carballo, sentimiento que lo alentó a terminar el gran relato que dejó inédito, El vuelo de la hilacha, ya publicado en 2018 en el Fondo Editorial del Estado de México, y, sobre todo, su profundo apego por sus amigos, a quienes veía poco, “por eso siguen siendo mis amigos”, bromeaba.
Aprendí mucho de él; su enseñanza principal fue siempre su propio comportamiento; congruencia, pedía a los demás, porque él siempre fue congruente; no toleraba la estupidez humana: le cerraba la puerta en un palmo de narices, por eso siempre rechazó las fiestas donde el consumismo —otra forma de la imbecilización — copta la voluntad humana.
A pesar de su reconocida habilidad para tejer historias, la escritura narrativa fue para él un terreno misterioso. Escribía sin un plan premeditado. El instinto me guía al terminar de escribir la primera frase de una historia, explicaba; algo más lo orientaba para seguir redactando el resto. Tengo para mí que esa intuición creadora era la confianza de haber elaborado mentalmente, casi sin percibirlo, un plan perfecto; en otros momentos, frente a la cámara, o antes de una participación en radio, él llegaba sin guión, sin texto, sólo con una tarjeta que indicaba el título de su disertación: pero en cuanto se le daba la señal de comienzo, él articulaba un discurso casi perfecto, sin interrupciones, sin repeticiones, sin dudas, con una argumentación lógica y un remate contundente.
No me extenderé más en este elogio. Me quedo sólo con las palabras que alguna vez me dedicó, en ocasión de una noticia que dejaba ver el colmo de la indiferencia humana y de cómo los gobiernos de todos los países no hacen nada por combatirla. La nota no vale la pena ya, pero sí estas palabras, que me dejan ese regusto de noble inteligencia como muchas de las conversaciones que tuvimos: el mundo no está bien, pero puede mejorar.
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En un futuro muy cercano,
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Carlos Olvera
Junio de 2011
Publicado en el muro de Facebook de Porfirio Hernández el 28 de enero de 2015.