Vivir para morir
A Fabio
El título de este artículo se refiere al trazo vital que un ser humano puede hacer antes de su muerte. Ese vector es el sendero de quien decidió andarlo por única vez y, agotado el tiempo, lo deja dibujado ante quienes conocieron a esa persona.
Friedrich Nietzsche (1844–1900) escribió en El ocaso de los ídolos (1889) una referencia a esa idea: “Se debe vivir de modo que se tenga, en el momento oportuno, la voluntad de morir”, ganada a pulso de vivir en libertad, “guardarse de la mediocridad” y autoconocerse, como se conocen los límites de nuestra realidad circundante, afirmó.
Esa voluntad de aventurarse en los linderos del ser conlleva enormes riesgos, entre los cuales está el extravío del esencial propósito de vivir, distinto en cada uno, pero que a la larga deviene en la prolongación de la vida y la postergación de la muerte.
Biológicamente, los seres humanos poseemos una tendencia innata a actualizar las potencialidades de nuestro organismo e interactuamos con la realidad en función de esa tendencia fundamental, de ahí que percibamos toda experiencia como la realidad misma: no salimos de nuestro ser habitualmente, permanecemos en él para edificar nuestro sistema de creencias, valores y razonamientos con los que construir nuestro propio camino.
Esa tendencia equivale a lo que Freud identificó como pulsión de vida: la inhabilitación somática de la expectativa de morir. ¿Cómo entonces puede obtenerse la voluntad de morir?
No se trata de una “habilidad” que deba desarrollarse, sino de un reconocimiento del momento exacto en que la muerte es inminente. Existen explicaciones médicas que lo definen con objetividad, pero como en ningún otro lado lo he leído descrito con magistral claridad como en dos extraordinarios relatos latinoamericanos: “A la deriva”, de Horacio Quiroga (1878–1937) y “La muerte del estratega”, de Álvaro Mutis (1923–2013).
En ambos, la muerte acontece para los protagonistas, pero la asunción de esa fatalidad está descrita palmo a palmo para transmitir con claridad el último instante vital, cuando esa voluntad de morir se manifiesta. Desprendido de todo hálito, el ser humano comprende su razón de ser en el mundo, el sentido primigenio de su paso por la vida. Volver la vista en retrospectiva se lleva a cabo en un instante, el último, antes de abandonar, abandonarse, a la comprensión de la muerte, sea lo que ésta signifique para aquel que muere.
Nuestros amaneceres son una reafirmación de la vida, de ahí que sea más sencillo apropiarse de ellos en conciencia plena y, por ende, nos sirvan de referencia para seguir viviendo. Pero la muerte ocurre por única ocasión y no da la oportunidad de nada más, pues lo que le sigue es el silencio, de ahí que esa voluntad expresada en un instante sea en realidad la inminencia ciega de una realidad que no admite ya experiencia alguna, porque no habrá razonamiento que la explique ni comprensión que la divulgue.