Improvisar bailando

Porfirio Hernández
3 min readMar 31, 2024

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Improvisar es una de las artes mayores del ser humano, no solo porque demuestra una habilidad física y mental desarrollada, sino porque provee soluciones acordes a una exigencia determinada por el exterior.

Según el diccionario académico, improvisar es hacer algo de pronto, sin estudio ni preparación. Ese carácter repentino e impensado de la acción otorga un especial resultado que, dependiendo del contexto, puede tener un valor intrínseco superior. Piénsese en el ejemplo de quien aporta una solución de fondo a un problema añejo simplemente improvisando una respuesta incidental, o aquella circunstancia de quien pone a prueba sus reflejos y con ello acierta en donde otros han fallado; cualquiera que sea el contexto, la improvisación tiene la partida ganada de antemano, claro, si el resultado es satisfactorio; cuando no…

La improvisación nace de un impulso sináptico común al de la respuesta fisiológica inmediata por estímulos externos potencialmente dañinos, pero, a diferencia de ésta, la respuesta puede continuar hasta satisfacer aquella exigencia del inicio, porque improvisar es actuar al máximo posible con apoyo de la imaginación y la creatividad… hasta el límite de la decisión racional. Las condiciones para detenerse varían de una a otra circunstancia, y el resultado también, pero de ello no queremos hablar en esta entrega, bastante ocupados como estamos en identificar todo esto con el baile.

Sí, el baile, ese actuar de criterios rítmico-musicales cuyo vehículo es el cuerpo humano; al transcurrir en el tiempo y el espacio, los patrones de movimiento adoptan la sintonía del ritmo como si de un recipiente se tratara, y hacerlo con la mayor armonía posible define en mucho la naturaleza del bailarín o bailador, según sea el caso (entiéndase por uno y otro conceptos el nivel de preparación y el rigor con que se ejecuta la acción de bailar). Esa “naturaleza” es, por definición, única, sin embargo, posee rasgos comunes: se atiene al patrón rítmico y respeta sus límites, o, todo lo contrario: los desborda para acentuar su propia musicalidad, por encima de los acordes del pentagrama.

De los primeros, las numerosas facetas o etapas vuelven imposible su tipología, pues al ser expresión individual, adquieren rasgos de estilo propio; valdría decir aquí que en mucho participan la propiocepción y la intencionalidad discursiva de quien baila, su parsimonia o elocuencia, su preparación y dominio corporal, la percepción de lo social y hasta las creencias fijas del pensamiento, pilares en donde se afinca la improvisación.

De los segundos, vale destacar su afán de acentuar el más allá de los límites, “imaginando las venturas y prodigios del aire”, como definió el poeta cubano Eliseo Diego (1920–1994) los riesgos del equilibrista; porque mucho hay de riesgo en improvisar fuera de las fronteras del acorde musical, en los territorios de otro compás, para volver al tiempo preciso en el instante último… y seguir bailando. El paso decisivo que vuelve todo a la normalidad es siempre guiado por la medida y el ritmo, un trillo que es el nuestro, pero incierto desde nuestra óptica, nuestra posición, nuestra certeza.

Bailar se vuelve así un ir y venir de contingencias felices —ya hemos hablado antes de sus beneficios – , que provee de numerosas experiencias a quien baila y al espectador, para volver inolvidable la pista abrillantada donde la música se transforma en ser y le da sentido. Un espacio sagrado donde la gloria efímera de improvisar es el alimento de su magnificencia; y no exagero: ser magnífico es ser generoso con el instante virtuoso de dar un paso al frente al compás de la música.

Este artículo está dedicado a Toño Martínez Illescas, quien una vez me pidió tocar el tema.

Artículo publicado también en la edición Estado de México de Milenio Diario.

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Porfirio Hernández

Leo y escribo en Toluca, México. Me interesa divulgar las manifestaciones de la cultura y conversar sobre ello.